
Partí de Fez a Rissani en el taxi con un inglés y su novia que iban en el asiento delantero. Atrás, dos alemanes detalla alemana claro está, un estadounidense muy “americano” y yo. Al volante Abbi, nuestro gran conductor. Ir de Fez a Rissani supone cruzar la preciosa Cordillera del Atlas. El viaje fue durísimo, tras diez u once horas llegamos a Rissani, no sin miles de paradas en la carretera para estirar piernas, sacar fotos y desocupar vejigas. En Rissani nos esperaba un guía en una combi para llevarnos a Merzouga, un pueblo en medio del desierto. Otra vez la noche nos había ganado. Tras el obligatorio regateo en la negociación, compramos una expedición por el desierto. Nos presentaron a nuestros respectivos dromedarios y no camellos como me corrigieron ahí, y tras montar en esas bestias maravillosas, en fila india partimos en medio del desierto rumbo al campamento de nómades. La ruta duró algo más de una hora. El clima era perfecto, la sensación es inenarrable. El cielo muy estrellado, estrella fugaz incluida. Viéndome sobre Alí Baba (mi fiel dromedario) cruzar el desierto bajo ese manto de estrellas, no podía mas que cerrar y abrir los ojos una y otra vez, y sorprenderme todas y cada una de las veces. Sientes que nada es lo que fue y que el mundo es mucho mejor de lo que había siquiera soñado.
Acampamos y al ver la noche tan cálida, optamos por dormir a la intemperie alrededor de unas velas y todos en círculo contando historias. Cenamos Taigin (un cocido de verduras y pollo), y a la mañana siguiente, enrumbamos en busca de un oasis. Ya la ruta se hacía mas dura, porque una cosa es hacerlo por la noche y otra por el día, con todo el sol que te pega en la nuca y el viento que levanta la arena de las dunas. Pese a todo, nada arruinaría el viaje. Llegamos a un paraje vegetal, lleno de palmeras y árboles en medio de un mar de arena. Increíble, mejor dicho incomprensible. Luego volvimos a Merzouga a tomar una buena ducha y comer algo.
De ahí nos esperaba un viaje terrorífico en bus hasta Marrakesh. Salimos a las 5 de la tarde y llegamos a Marrrakesh por la mañana, no recuerdo bien, serían como las siete u ocho de la mañana. Obviamente no pegué ojo en todo el viaje, y tras varios intentos de ataque claustrofóbico, sustos de carretera y conversaciones extrañas con todo tipo de gente llegué a la gran Marrakesh. Es una ciudad ubicada en el centro del país, en la zona oeste del Atlas, por lo cual hubo que volver a cruzarlos. Ahí la cosa es otra. El tráfico es tremendo, el desorden, la locura absoluta. En la plaza principal: Place Jemaa Fna, podías ver desde mujeres cuentacuentos, hasta encantadores de serpientes, pasando por los mejores vendedores de jugo de naranja. Definitivamente, fue el mejor zumo de naranja que he probado. Me dediqué a pasear por los Soukos que eran mucho más grandes y cautivadores que los de Fez. Deambular entre ellos, escuchando, viendo y oliendo todo lo que se te ofrecía, era una sensación absolutamente nueva y enriquecedora. En la noche tras tener la última conversación en la terraza de la pensión, mi tren salía hacía Tanger a las 9 de la noche.
Tanger es la ciudad más al norte de Marruecos, desde donde salen los ferrys hacía España. Llegué a las siete de la mañana y como no quería gastar más, no tomé taxi y al salir de la estación, mire a mi alrededor y divisé a lo lejos el puerto y los ferrys, y emprendí la marcha. Atrás iba dejando todo la magia y la belleza de ese país nor-africano tan golpeado. Cogí el ferry después de pasar por cientos de inclemencias burocráticas para obtener el sello de salida y llegué a Cádiz el treinta y uno. Pasé una noche ahí, con una historia que vale la pena independizar. Tras nueve horas de bus llegaba a Salamanca, tremendamente agotado y desubicado, pero sobre todo, maravillado y feliz.