
Miguel mira la rivera del Rímac con un dolor insufrible, conteniendo toda la ira que lleva adentro, pudriéndose a gotas. Trata de caminar más lento pero no puede, siente que corre. Lima estaba especialmente horrible, estridente, cubierta de bruma, de humo, poderosamente tóxica. La gente bramando en las calles mentiras, retumbando los gritos en sus oídos. La piel asfixiantemente pegada a la ropa.
Hizo miles de preguntas, una tras otra sin detenerse, buscando esa respuesta, creándola, forzándola. Y se la dieron. Le confirmaron las sospechas. Ella se había ido llevándoselo todo, los recuerdos, el piano, las fotos, el fuego, las olas, los abrazos.
Caminó sorteando colinas de basura, pateándola, arrimándola, con ira, con ganas, expulsando en cada golpe a la hojalata, frustración.
Marta lleva el pelo recogido y sandalias de verano. Trata de safarse del calor intentando capturar resquicios de frescor de la rivera. Lleva los audífonos puestos, escapa del infernal ruido de los coches. Escapa con la guitarra al hombro de la culpa, del fracaso. Observa con asco el agua del río correr. Observa plásticos, papeles, botellas, fierros. Observa con tristeza entre las aguas del río que habla, un pasado adorable, musical y eterno, que acabó destrozando su corazón.
Miguel tararea:
(…)
El nada en el mar
Ella nada en el mar
Todo nada en el mar
Como una raya.
Infinita tristeza
late en mi corazón
infinita tristeza
escaldada pasión
infinita pobreza
tu sombra en la pared
(…)M.C.
Tararea hondamente mientras avanza sin mirar atrás. Sin ver los arenales, los mendigos, sin sentir la pestilencia que lo rodea. Tararea.
Marta y Miguel, se observan de lado a lado del Rímac. Ella con la guitarra en el hombro y el pelo recogido. Él con las manos en los bolsillos y una lágrima partida en el rostro.
Se miran fijamente sin hablar, mientras el hablador río perverso se lleva entre escombros de piedra y papel, nota a nota su última canción.
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