Entre tus ojos: Parte I


En ese momento, justo cuando ese odio visceral por la humanidad llega a la máxima expresión, es cuando se debe abandonar todas las armas. Apartarse de la ventana, bloquear la puerta, desnudarse íntegramente y dejarse caer pesadamente sobre el viejo camastro que nunca lo abandona. En ese momento, pese a mis recomendaciones no bloqueó la puerta y tan solo unos minutos después de abrazarse a un sueño casi profundo, abruptamente patean la puerta e invaden esa esfera de protección. Elías se para frente a él y empieza a increparle cada uno de sus errores. Grita ferozmente mientras retumban los vidrios de la vieja pocilga. Una y otra vez le pregunta por qué lo hizo. Se detiene, respira. Lo observa y gira sobre sus pasos para empezar a rebuscar en cada cajón. Abre todas las puertas de los armarios, voltea los cajones, arroja todo lo que encuentra sobre la desgarrada alfombra roja, busca y rebusca pero no encuentra nada. No hay en esa abandonada estancia nada que pueda darle alguna respuesta, algún indicio. Él sin embargo, no se inmuta. En un estado casi vegetal permanece recostado sobre el camastro con los ojos abiertos, siguiendo con la mirada cada movimiento de Elías. No sonríe, no llora, no interrumpe el ritual destructivo de Elías que recorre toda la habitación. La tormenta no cesa y él mantiene su cuerpo inerte, sin responder. Minutos después de concluir la tormenta de insultos y sin restar algo más por destruir, se para nuevamente a los pies de la cama y respira intentado apaciguar el destruido corazón que lo motiva. Levanta la mirada hacia el inmundo techo, con los hombros caídos y los puños cerrados se dispone a hacerle la última pregunta. Mientras Elías piensa, es ajeno al movimiento ligero de la mano derecha del cuerpo abandonado que posa sobre el camastro. Mecánicamente se agazapa bajo la cama y distraídamente levanta un revólver plateado, brillante, inmortal. Sin incorporarse, sin respirar, sin decir una sola palabra apunta entre los ojos de Elías y antes que le enrostren la última pregunta, dispara secamente. Dispara una y otra vez hasta quedarse profundamente dormido en esa aura de decadencia, esperando que algún redentor menos visceral irrumpa en su adorada morada.

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