
No había forma de evitar levantarse ese día. La marea se anunciaba compasiva, el cielo cristalino declaraba faena favorable. Josefina rodeando mi cintura aún dormía profundamente. Nunca despejaba antes de las cinco de la mañana. Con paciencia y extremo cuidado, me zafé de la manta que todas las noches cubría nuestros miedos. Con quietud y algo de desgano, completé el ritual diurno y cogiendo con firmeza cebo y cordel, salí de casa a cumplir mi labor.
Pasé 36 horas en altamar. Dos embarcaciones sin contar la mía, también quedaron varadas por la tempestad. Finalmente pudimos orillar con la ayuda de otros compañeros que salieron, retando lluvia y tormenta.
Volví a casa. Exhausto, ansioso, colmado. Caminé bajo mi vieja madera rojiza, que tanto añore esas interminables horas a la mar, en busca de ella. Llamé, grité, clamé por su presencia, nada. Se había marchado, dejando una extraña y poco legible nota clavada en mi viejo arpón.
«Se que hoy te irás, y nunca más volveremos a vernos. Sé que hoy el mar, me quitará la mitad de la vida. Hoy soñé contigo más allá de ultramar y sin retorno. Por eso me voy, para no verte volver, porque sé que nunca volverás».