La crisis en tres capítulos.



Capítulo I. La botella de plástico

Escuché en un video hace unos días a una persona de otro país hablar sobre algo que le llamó mucho la atención durante su paso por el Perú: el egoísmo de los peruanos. Con sorpresa, comentaba cómo para él, los peruanos parecíamos muy egoístas, ya que nuestro mundo parecía limitarse a un diámetro de 2 metros, a nuestro carro o a nuestra casa. Observaba cómo se arrojaban botellas de plástico por las ventanas de los autos o buses, y le resultaba increíble. Para él, este gesto de arrojar basura por la ventana del auto evidenciaba un egoísmo intrínseco, la creencia de que todo lo que no está directamente relacionado con uno mismo es ajeno, extraño y problema de alguien más. A ese hecho anecdótico, yo le sumaría algo mucho más profundo y atemporal. Los peruanos somos desarraigados, en mayor o menor medida. Habrá quienes sientan un amor profundo por la patria, sí. Otros que se enorgullezcan de las maravillas naturales, la gastronomía o la música, sí. Pero una gran mayoría no reconoce el legado. Ese legado que dio origen a lo que hoy somos: un hermoso país de múltiples razas y culturas.

Siempre buscamos la negación, tratamos de desmarcarnos de algo o de alguien, evitamos ser identificados o reconocer nuestra parte en ese legado. Sentimos vergüenza. Y ello tiene consecuencias, y muy graves. Lo que viene pasando hace solo algunos años (sin ánimo de olvidar o negar ese proceso desastroso, conflictivo e infraterno que ha sido el intento de construir una República desde la fundación) es una muestra clara de ese enorme egoísmo que nos gobierna. No pretendo hacer un recuento histórico de hechos que evidencien mi posición, no. Solo quiero traer a colación lo que viene sucediendo en los últimos años: la destrucción del sistema político peruano (que naturalmente trae como consecuencia una gravísima afectación en lo económico y lo social).

El egoísmo de algunas personas inició una cadena de descomposición de las instituciones que ya no podemos romper. En las elecciones generales de 2016, cuando Keiko Fujimori perdió frente a Pedro Pablo Kuczynski, se dio el punto de quiebre. El grito de fraude, que hasta hoy nos destroza los tímpanos, comenzó a oírse. A pesar de que el partido de la señora Fujimori obtuvo una mayoría aplastante con 73 de los 130 congresistas, no fue suficiente. Una fuerza política que hubiera permitido que ella gobernara a su máximo antojo. Pactar con Kuczynski, un empresario devenido en político, sin espalda ni partido, hubiera sido muy sencillo. Hacer un buen gobierno demostrando que el fujimorismo era la fuerza política que el país necesitaba la habría llevado por mayoría absoluta a ser elegida la primera mujer presidente del Perú en las elecciones siguientes, pero no. Fujimori decidió arrojar la botella de plástico por la ventana. El Perú era un tema secundario. En ese fuero interno que siempre nos engaña, a ella le robaron la elección y, por ende, el gringo tenía que pagar, y con él los 33 millones de peruanos, su padre, su hermano, quien fuera. Que caigan todos. Y así fue. Y la cadena se empezó a tejer y como resultado de ello, llegaron Vizcarra, Merino, Sagasti, Castillo y Boluarte. Seis presidentes de la República en solo ocho años. Una vergüenza. Y quién sabe, por cómo están las cosas, es posible que a esa lista de presidentes prematuros se le sume alguien más antes del 2026.

Pero ese comportamiento de Fujimori no es patente de marca. Como ella, una gran mayoría de personas que hoy deambulan sin ton ni son por los pasillos de los órganos de gobierno, tanto a nivel nacional, regional como municipal. Son tantos los nombres que podrían citarse que harían tremendamente aburrido este pequeño texto. Son grandes piratas que no ven en el Perú sino un botín. Porque claro, el dinero que le roban al tesoro público nada tiene que ver con los peruanos. Es un dinero que nadie sabe de dónde sale, que es ajeno, que es “robable”. En un país donde más de 10 millones de personas viven con menos de 350 soles al mes, “el dinero sobra”. Esas 10 millones de personas viven más allá de mis 2 metros de influencia. Porque claro, “la pobreza no genera violencia”. Además, la violencia se puede combatir con rejas, alarmas y seguridad privada. Al final, puedo tomar un avión y vivir en cualquier otra realidad.


Capítulo 2. El fundamentalismo

Pero ese funesto egoísmo del que hablamos no alcanza solamente al actor, también al público y con mayor grado de culpabilidad, por supuesto. Aquí toca hacer una pausa para introducir lo que para mí, en la era postmoderna, ha generado el mayor de los divisionismos: la encarnizada batalla entre el conservadurismo y fundamentalismo religioso y las fuerzas que proponen libertad de pensamiento, culto y acción. Esta batalla trasciende nuestras fronteras. En las últimas décadas, sobre todo en el viejo continente, se ha visto una corriente que llevaba las políticas públicas a un escenario de respeto hacia la identidad de las personas. Un escenario donde de pronto se habló de género. Una palabra que se ha convertido en el eje central, nuclear, de todas las batallas, con múltiples acepciones que cada uno interpreta como quiere, pero que en suma se debe exterminar. Sin entrar en el fondo de ese debate, el tema pasa porque al mundo cristiano, del que soy parte, le aborrece el tema. Lo consideran dañino, destructivo y antinatura. No a todos claro, somos muchos quienes creemos en ese Dios que abraza, que perdona, que reconoce en todos y no solo en algunos, a su verdadera Iglesia.

Pero como es difícil combatir a un enemigo oculto e innominado, había que generar las etiquetas del caso que permitieran, como en todas las leyes de la guerra, crear un enemigo público común (donde podrán llevar a todos aquellos que vayan en contra de sus intereses, vengan de donde vengan, sean quienes sean). Y la mejor de las ideas fue recurrir a ese viejo término de “progresismo” -o caviarismo como está en boga por estas tierras aunque muy poco tengan que ver la una con la otra-, y que, según sus interpretaciones, ya nada tiene que ver con el momento histórico de la caída de Luis XVI y el nacimiento de la República Francesa, ni con la revolución liberal y cultural Británica que proponía un estado de bienestar, la defensa de los derechos civiles y políticos, o el aumento de la participación ciudadana para hacer frente a las fuerzas monárquicas y todopoderosas del siglo XIX.

Un progresista no es hoy en día quien busca el cambio, quien se distancia del statu quo, quien se abre a nuevas posibilidades, sabiendo que con el paso de los años, todo cambia y muta (más aun siendo los cristianos testigos de nuestra propia historia y conscientes de nuestra enorme capacidad para equivocarnos). Un progresista es un enemigo que va en contra de la fe, de las escrituras y del dogma. Así, de pronto, ya tenemos a ese enemigo público común: el progresista (o el caviar). Y claro, por contraposición, (re) nacen los conservadores.

Pero el tema no se queda ahí. El problema pasa porque subliminalmente, detrás de ese manto de combate entre fariseos y cristianos, se esconden todos los demás intereses. Quien aún crea que en el Perú existe algún tipo de debate sobre comunismo, republicanismo, liberalismo o cualquier otro “ismo”, vive engañado. Lo último que aquí se propone son teorías clásicas de formas de estado y sistemas de gobierno. Aquí no hay comunistas ni fascistas (aunque muchos se comporten como tales). Aquí la pugna es de poder, de imposición, de dinero, de ego y egoísmo. Así las cosas, lo que se ve diariamente es una batalla campal por conseguir lo que cada quien crea que es correcto. Y para ello se requiere poder.

Y para conseguir poder, hay que tomar el control, y el control pasa por los órganos de gobierno. (i) Por tomar el Congreso. Y como ideológicamente es imposible, se recurre a las prebendas, los negociados, la compra y recompra de votos, el canje de leyes, terrenos, joyas, maletines de dinero, viajes, títulos o cualquier otro bien que pueda generar cierto nivel de riqueza, fama o fortuna. (ii) El control de Palacio de Gobierno, que en manos de una neófita solo requiere algún “reloj” o una ligera amenaza de vacancia (o cárcel) para ser subyugado. (iii) El control del Tribunal Constitucional, (iv) La Defensoría del Pueblo,  (v) la Fiscalía de la Nación, (vi) El Jurado Nacional de Elecciones, (vii) La Oficina Nacional de Procesos Electorales o hasta (viii) las asociaciones sin fines de lucro reguladas por APCI, como si un tipo de persona jurídica per se, tuviera un gen maligno que la gobierne.

Y ese control se viabiliza, entre muchas otras formas, eliminando la competencia política (a los Movimientos Regionales, por ejemplo, o inhabilitando a posibles candidatos mediante irrisorias acusaciones constitucionales); destruyendo la participación ciudadana, callando la voz de millones de ciudadanos cuyas preocupaciones ya solo pueden pasar por la canasta básica, el desempleo y el miedo; que viven y padecen preocupados porque no les roben o los maten, saliendo o regresando a casa. Se logra reduciendo los jugadores en el tablero a solo aquellos que pueden comprar su cuota de poder con dinero o con votos (que son finalmente comprados con dinero).

Sentimos que la democracia está en deuda porque no ha generado un beneficio real para la gente. Por eso las grandes mayorias demandan la llegada de radicales o extremistas que nos salven del infortunio, que levanten el cuchillo y el fusil y acaben con todo aquello que nos duele. Pero no es la democracia como sistema quien nos ha fallado, somos nosotros que no creemos en ella. Que no entendemos que las balas siempre regresan y que no hay caudillo bueno.


Capítulo 3. Los gobernados

Y aquí quiero llegar. Se puede estar en uno u otro lado de la tribuna, acomodarse en el progresismo o en el conservadurismo, se puede estar, en estos últimos días por ejemplo, a favor o en contra de cualquiera de las decenas de medidas que se están tomando en ese tan venido a menos Congreso de la República. Se puede estar a favor o en contra de que los jueces y fiscales sean elegidos por el parlamento; es decir, los partidos políticos; es decir, las personas que son investigadas por los jueces y fiscales. También se puede estar a favor o en contra de que los miembros de los órganos electorales sean elegidos por el parlamento; es decir, los partidos políticos; es decir, las personas que serán los candidatos. Además, se puede estar a favor o en contra de que, en otro plano, el retiro del fondo de pensiones de los ciudadanos sufra cambios y (contra)reformas limitando la libre disponibilidad. Se puede estar a favor o en contra de que el parlamento decida si los condenados por corrupción o delitos graves puedan o no postular a los máximos órganos de gobierno. También se puede estar a favor o no de instaurar un parlamentarismo todo poderoso. In sæcula sæculorum.

Finalmente, cada uno tiene el derecho de apoyar una u otra causa. Cada uno tiene el derecho de elegir su propia tribuna. Personalmente, me identifico con aquel lado que defiende la libertad. La libertad de culto, pero también la de identidad. Aquel que propone el amor y el respeto por el otro. Aquel que reconoce y defiende el derecho a la riqueza, el capital y la generación de patrimonio, pero con conciencia y legalidad, sin trampas ni engaños. Me quedo con quien se preocupa por la miseria del otro, tanto la económica como la moral y espiritual. Me quedo en el lado de los que buscan destruir el flagelo de la pobreza, aunque ésta sea ajena; con quien defiende el entorno biofísico y los recursos naturales que nos sostienen. Me quedo con quien valora el legado histórico del Perú, con quien lo reconoce como algo maravilloso y no avergonzante. Me quedo con quienes dan la libertad al otro de ser felices sin imponer culto, dogma o idealismos. Porque, como dice la Constitución Política del Perú: “Nadie debe ser discriminado por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquier otra índole».

Por tanto, para mí, los verdaderos responsables, no son los gobernantes: son los gobernados. El problema está en el silencio estridente de la calle. Lo que está llevando al país por la senda de la destrucción (esa que tarde o temprano nos aplastará a todos, a nuestras empresas, familias, hijos y nietos) es el egoísmo a ultranza que individualmente nos gobierna.

Ese que apaga la radio o la televisión cuando escuchamos sobre un nuevo caso de corrupción; ese que nos hace creer que es problema de otros, que nuestras preocupaciones individuales son prioritarias. A ese enorme egoísmo debo, lamentablemente, sumarle la mediocridad y la ignorancia (en muchos casos autoelegida). La mediocridad de creer que lo que está pasando es algo que nos supera, que es algo que no podemos cambiar; que es un problema de los políticos y no de los ciudadanos. La ignorancia de creer que la mugre no nos alcanzará. Que las burbujas donde vivimos nunca reventarán. Que la delincuencia es cosa de pobres, que nuestras lunas polarizadas ocultan la verdadera realidad. Pues no, más pronto que tarde, seremos dramáticamente testigos de cómo la mierda se colará por nuestras ventanas. De cómo la violencia llamará a nuestra puerta y nos preguntaremos: ¿por qué a mí, señor? Tarde o temprano, nuestra empresa pasará por una reducción de personal o quebrará.

Y no se trata de abandonar la esfera privada para dar el salto al vacío y entrar en la esfera política, no todos son llamados o tienen la vocación. No se trata necesariamente de afiliarse a un partido político o ser candidato a algún cargo de elección popular. Basta con abrir la ventana. Basta con perder el miedo a hablar de realidad, de reconocerla, de ser mínimamente conscientes, de tener algo, un ápice de conciencia social (y no, social no viene de socialista). Basta con apoyar activamente la causa que creamos conveniente, la que más nos represente, ya sea progresista o conservadora, o ninguna si no creemos en las dicotomías absolutas. Es suficiente con abrir los ojos y, mejor aún, abrir la boca (pero sin gritar por favor). Si seguimos dejando que los mercantilistas de la política, los que nunca vieron 1,000 soles juntos o los que distribuyen billones en dividendos (los hay en ambos bandos), decidan por nosotros, el fracaso estará asegurado. Porque si olvidamos que la participación ciudadana, el debate y la deliberación son la fuente de la democracia, habremos perdido la batalla. Esa donde solo nosotros, todos, seremos los únicos vencidos.

Está en nuestras manos que aquellos que fueron elegidos mediante el mandato representativo, fuente de toda democracia, cumplan con todas y cada una de sus promesas. Es nuestra responsabilidad exigir cuentas, demandar acciones que beneficien a la ciudadanía en su conjunto; está en nuestas manos evitar que las mafias se sigan repartiendo el botín. Porque el Perú no se merece esto, no es justo que sea depredado por carroñeros infames como los que hoy nos gobiernan. Si seguimos mirando para otro lado, tapando ojos y oídos, el Perú, el bueno y el malo, será solo un recuerdo.

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