Una cosa está clara, al menos a nivel intergubernamental: para hacer negocios, a veces es necesario cerrar un poco los ojos, los oídos y la nariz. No es nada nuevo lo que digo. De hecho, desde el auge industrial de China en 1953, cuando Mao Zedong introdujo el «Plan Quinquenal», la primera campaña industrial masiva de la República Popular China, muchos gobiernos capitalistas y liberales se vieron obligados a bajar sus barreras y aceptar que tendrían que hacer negocios con el nuevo gigante asiático. Ese gigante al que, de día, se le llama comunista, y de noche, se le hacen transferencias millonarias.
Y es que el mundo no lo mueve ni la ideología, ni la religión, ni mucho menos los principios y valores. El mundo baila al ritmo de la oferta y la demanda, de las exportaciones e importaciones, de los flujos transfronterizos de capitales, del mercado. Y los acuerdos comerciales no solo vienen con firmas; también vienen con fotos. Y esas fotos, por lo general, llevan sonrisas. Sonrisas entre gobiernos que, por un lado, se proclaman defensores de la libertad, los derechos civiles y políticos, y por el otro, imponen políticas restrictivas a sus ciudadanos, practican el totalitarismo y, en muchos casos, siguen prácticas medievales.
Por supuesto, no hablo solo de China. Basta con echar un vistazo al código penal de Indonesia, donde se castigan las relaciones sexuales fuera del matrimonio o se encarcelan a quienes difunden ciertas ideologías; o al de Brunéi, una monarquía absolutista que castiga con la lapidación hasta la muerte a quienes mantienen relaciones entre personas del mismo sexo o la amputación de miembros del cuerpo por delitos como el robo. Este último, tan exótico para nosotros, los sudamericanos, que solemos hablar de su sultán como si fuera una estrella de rock.
Pero así son las cosas, así fueron hace siglos y, por lo visto, así seguirán siendo por muchos más. Compramos productos de países con un historial comprobado de explotación laboral, incluso infantil. Firmamos acuerdos comerciales con gobiernos que tienen expedientes llenos de corrupción y autoritarismo. Nos tomamos fotos con personajes que, si tuvieran otro nombre y otra cara, serían objeto de nuestra crítica más feroz.
Necesitamos acuerdos comerciales, acuerdos que favorezcan el intercambio de bienes, servicios, monedas y personas, y que puedan mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos. Pero sería mucho mejor si, al pensar en esos acuerdos, existieran ciertos principios mínimos e innegociables. Por ejemplo, no tiene sentido discutir sobre el cambio climático en cumbres como la COP, atacarse unos a otros implacablemente y luego, en el siguiente foro económico, retomar la sonrisa complaciente con los mismos gobiernos. El respeto a los derechos humanos básicos y reconocidos internacionalmente debería ser un requisito indispensable para formar parte de este «club». Si no es así, al final del día, la hipocresía gubernamental nos pasará una factura que nunca podremos pagar.