Los cambios han sido una constante a lo largo de la historia, algunos con más intensidad que otros, pero la rueda del devenir nunca se ha detenido. Los que hoy nos sacuden son quizá los más vertiginosos y voraces. El término «anticuado» puede aplicarse a algo o alguien con apenas unos meses o años de existencia. En esta vorágine, la construcción —y en muchos casos, deconstrucción— de las sociedades ha transformado profundamente sus modelos de organización
Hace no mucho, el soporte de las naciones hacia el modelo democrático era mayoritario a nivel mundial, sobre todo después del fin de la Guerra Fría. Sin embargo, esa espiral está evidenciando cada vez más una atracción hacia los autoritarismos (nada nuevos en la historia de la humanidad). Decía Anne Applebaum en El ocaso de las democracias que “dadas las condiciones adecuadas, cualquier sociedad puede dar la espalda a la democracia. De hecho, si nos hemos de guiar por la historia, a la larga todas nuestras sociedades lo harán”.
Y como muestra de ello está la -para mí- ex legendaria democracia estadounidense, que con este segundo gobierno de Trump ha desenmascarado lo que tantos durante años han callado: el hartazgo por un modelo que para muchos se ha mostrado insuficiente y el anhelo por una vuelta atrás, donde el poder se concentre en un único “Salvador” . Esa vuelta atrás, para Applebaum, es la nostalgia con un doble enfoque: restauradora y reflexiva. Es la nostalgia restauradora la que evocan los nuevos autoritarismos, centrando sus discursos en frases como Hacer España grande otra vez (ideada por Rafael Bardají), tantas veces repetida por Abascal y los seguidores de Vox, evidenciando una enorme nostalgia por la Falange franquista. Lo mismo ocurre con la nostalgia de Giorgia Meloni hacia el PNF de Mussolini o con la nuevamente famosa frase Make America Great Again, originalmente creada por Reagan y aprovechada hábilmente por Trump.
Esa corriente nostálgica de tipo chauvinista, donde el desinterés por el otro se vuelve preponderante, revive a Maquiavelo y su premisa de que el fin justifica cualquier medio. Es una corriente que pone en la misma orilla a líderes como Putin y Trump. Basta recordar cuando Trump, en una entrevista realizada por Bill O’Reilly, afirmaba sobre Putin: “Él gobierna su país y al menos es un líder, a diferencia de lo que tenemos en este país…”.
Y es que una gran parte de los seres humanos, más del 30% según estudios realizados por Karen Stenner, tiene lo que ella denomina «predisposición autoritaria». Prefieren la simplicidad de las cosas. Dicho de otro modo, rechaza cualquier modelo que represente un nivel de complejidad, como lo es la democracia, y, por ende, sistemas de partido único o bipartidistas, donde el caudillo decide unilateralmente, terminan siendo los preferidos. Es esa corriente la que, con vehemencia, está cobrando cada día más adeptos y ganando gobiernos.
La corriente globalista, impulsada por un liberalismo económico, surgió como respuesta a un interés compartido de des-fronterización económica, monetaria, comercial y humana. Sin embargo, en un mundo tan complejo y disímil, los resultados no fueron los esperados. Por eso, en esta nueva corriente, los problemas de inmigración, por ejemplo, son determinantes. Discursos sobre cierres de fronteras, revalorización de la patria y sus valores originarios, discursos de corte racial, entre muchos otros, terminan por engendrar las bases de estos neoautoritarismos tan de moda y con cada vez más aceptación.
Y esa poderosa corriente refuerza nuestra mentalidad binaria, donde se es parte de algo o se está en contra. Como consecuencia, el divisionismo que el Perú vive está muy lejos de ser un problema local; es una tendencia mundial. El problema es que el Perú carece por completo de una fortaleza institucional que pueda soportar, por lo menos por algunos años más, el embiste de las nuevas tendencias. A esa debilidad debemos sumarle la mercantilización de la política que, en un país corrupto hasta las entrañas como este, hace que la maraña sea inmanejable. Una maraña que se alimenta de la construcción de narrativas que tergiversan la verdad de los hechos o, peor aún, inventan supuestas verdades que, con la fortaleza de las redes sociales y el dinero que las impulsa, crean posverdades que luego son imposibles de contrarrestar.
Así las cosas, se nos plantea un futuro próximo muy complejo, donde los discursos nacionalistas, violentos y discriminadores serán mayoría. Un futuro donde el pasado se convierte en futuro y conceptos como la separación de poderes, el contrato social o la preponderancia del Estado de derecho serán solo viejas reminiscencias de tiempos mejores.
Columna parcialmente publicada en Diario Perú21.
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