
¿Y por qué meterse en la política?. Tantas veces lo he pensado, tantas veces he tenido que inventar excusas para esconder una respuesta que no se asoma a mi garganta por vergüenza o quizá por desconfianza. Una respuesta que pareciera ser esquiva, ajena, una enemiga que no se atreve a descifrar la clave que abrirá las puertas de lo desconocido. Por qué pasar por ese trance, el escudriñamiento, la exposición de tus miserias y alegrías, porque ceder el derecho a tu privacidad y darle la palabra a aquel aún no sabe hablar. Para qué dar ese paso y convertirte en un modelo para el imberbe que se dedica a crear memes con tu rostro sin saber siquiera tu apellido.
Es raro, porque la política no es otra cosa que una simbiosis de arte y ciencia; ciencia y mucho arte. Una ciencia que se crea para conseguir que los mortales nos organicemos y dejemos en el olvido esas épocas donde el fuego, las armas de piedra y la oscuridad de las cavernas definían quién era quién, quién mandaba y quién obedecía. Un arte donde se superpone la belleza. Esa belleza que supone conseguir el bien en alguien que no has visto ni un minuto de tu vida. Una ciencia que establece las condiciones para que ella y tú, puedan vivir en armonía. Un espacio para celebrar un contrato donde todos cedemos en algo, pero ganamos también en mucho. Un contrato social. Porque esa utopía de creer en un mundo nuevo, donde nuevo es día a día porque el ayer siempre será para el olvido y el mañana aún no es mio. La utopía de creer que se puede conseguir un poco de alegría para uno, pero también para el vecino.
Pero sigue siendo una utopía.
Y entonces, ¿quién si no es el iluso, se termina metiendo en la política? El ajeno, el que tiene en los bolsillos más hambre que los niños olvidados de ese cerro desconocido, que no es otra cosa que parte de un paisaje inagotable y del que nos sentimos más lejanos que de un ruso.
Se mete el pillo, el bandido, el pendejo que quiere trabajar tan solo medio día pero ganar como quien hubiera trabajado todo el día. El que no tiene reparo en cargar maletas de efectivo y que ya no se esconde para recibir una propina. Porque no solo se trata de efectivo, se trata de poder, de status y hasta envidia. Porque muchos quisieran ser ese tipillo, ese pendejo que llegó a congresista sin saber siquiera distinguir una biblioteca de una discoteca, pero es muy listo y avezado, carece de escrúpulos, principios y valores, carece de ayer y de mañana y hace de su día una feria para vender si puede hasta el apellido. Y entonces, si de ellos es nuestro destino, ¿cómo salimos de esta cueva sin ventana y sin sentido? ¿Cómo la libramos y le dejamos un destino a nuestros hijos? ¿Tomamos las maletas y nos enrumbamos a otra galaxia donde el ser humano aún no se haya destruido?. Cerramos los ojos solamente para poder sobrevivir y los abrimos solo para mirar los ojos de los niños, esos que siguen creyendo que la vida es solo un juego, uno donde todos ganan y nadie se hace daño. Y aún así me sigo preguntando si algún día tendré un sí como respuesta y expondré todas mis miserias, pasaré a ser un objetivo, un blanco de balas incendiarias, un enemigo público solo por querer cambiar nuestro destino.
Un iluso empedernido
un fan de la utopía
un boludo, en suma
un chiquillo que juega a ser el padre de los desconocidos.