Mis discusiones más frecuentes se basan en la supervivencia de la democracia, la de verdad, la que propone instituciones sólidas e independientes, la que promueve una participación activa de la sociedad. Hoy, defender ese modelo resulta complejo y agotador, no porque el modelo sea ineficaz, sino porque el mundo, en general, ha entrado en una vorágine de violencia a todo nivel, que ha llevado a muchos a pensar que la única forma en que el oprimido puede vencer al opresor es con más violencia.
Y es cierto que vivimos una escalada de violencia a todo nivel: desde la vulneración del espacio personal hasta una potencial guerra nuclear. Y es justamente el reciente conflicto Israel, sí, ¡Israel!, contra Irán el que me lleva a reafirmar mis convicciones democráticas. Esta guerra es una evidencia contundente del peligro y el daño que puede causar concentrar el poder. Netanyahu decidió atacar Irán con el fin de evitar su escalada nuclear, de impedir que las amenazas de Ali Khamenei se hagan realidad. Y hasta cierto punto tiene sentido. Sin embargo, existía una vía diplomática abierta para un plan de desnuclearización, uno que ha quedado pulverizado, como están quedando muchas viviendas en Tel Aviv.
Netanyahu tiene una orden de detención por presuntos crímenes de guerra y es desaprobado por el 70% de sus ciudadanos; sin embargo, tiene las facultades suficientes para iniciar una nueva ofensiva militar. El mismo poder nefasto que Ali Khamenei, un conservador radical chiita, representa para su propia gente y para la comunidad internacional. Por eso, se necesita una democracia poderosísima, inviolable, una que no permita que el destino de todos dependa de las locuras de unos. El poder en el pueblo no es un eufemismo: es un modelo que, con la representación adecuada, permite ejercer el control. Sin control, estamos expuestos a esto y a cosas aún mucho peores que, lamentablemente, parecen estar por venir.
Columna publicada en Diario Perú21
