¿Debe (puede) o no Donald Trump invadir Venezuela?


Como si pretendiera encarnar a un nuevo Alejandro Magno, Donald Trump, desde la comodidad imperial de su sillón en la Sala Oval, ha decidido librar batallas en todos los frentes: unas con armas económicas, otras con la pólvora y el rugido metálico de la guerra. No empuña la espada ni monta a caballo como los conquistadores de tiempos lejanos, pero desde el poder de los botones y las órdenes ejecutivas sueña con extender un imperio que lleva más estrellas en la bandera que laureles en la frente.

Hace unas semanas, alineado con los designios de Israel, ordenó lanzar la bomba “Bunker Buster” desde un B-2 sobre la planta Iraní, de enriquecimiento de uranio de Fordow, enclavada en las entrañas de una montaña cerca de Teherán. No lo hizo tras arduos debates diplomáticos ni por consenso de naciones: lo hizo “así nomás”, con la misma ligereza con la que un rey absolutista firma un decreto.

De las batallas económicas mejor ni hablar. Trump, entre aracéles y sanciones, juega al ajedrez financiero como si fuese un César moderno que mueve piezas sin calcular el costo humano de sus jugadas. Pero el tablero que más me interesa hoy es el de Venezuela.

Ese país, que en algún momento fuera el faro petrolero de América Latina, yace ahora convertido en ruinas por obra y gracia del chavismo. Un chavismo que Maduro heredó y deformó hasta el extremo, destruyendo lo poco que quedaba en pie. Hoy, junto al siniestro Diosdado Cabello, lidera el cártel de los Soles, no como estadistas, sino como piratas que hunden el navío y venden sus maderas al mejor postor. Salvo los fanáticos que aún se autoproclaman chavistas, todos coincidimos en que Venezuela necesita urgente liberarse de esas mafias que chupan la sangre de su pueblo para transformarla en dólares, los mismos que luego esconden en bóvedas extranjeras como si fueran tesoros malditos.

Se calcula que Maduro ha amasado una fortuna cercana a los 3,500 millones de dólares. Estados Unidos incautó hace poco una parte: aviones, autos de lujo, mansiones en República Dominicana, joyas y fajos de efectivo por 700 millones. Pero el botín mayor parece estar refugiado en Turquía, como un dragón que guarda sus riquezas en cuevas lejanas.

Y aquí surge la pregunta inevitable: ¿autoriza esta tragedia humanitaria a Trump a invadir Venezuela? La respuesta es clara: no. El derecho internacional es como el escudo que, aunque golpeado, aún protege a los pueblos de la ley del más fuerte. Solo se puede invadir en legítima defensa o con el mandato del Consejo de Seguridad de la ONU. ¿Tan difícil es o era (aun está pendiente saber cómo se resolverá esta amenaza) buscar ese aval y organizar, de manera multilateral, una salida digna a la pesadilla venezolana? No lo era. Pero el problema es que hoy Estados Unidos, al igual que Israel y otras potencias, se comporta como aquellos reinos medievales que ignoraban bulas papales y concilios, avanzando con sus ejércitos sin más ley que su propia voluntad.

Si Trump autoriza un ataque directo contra Maduro en suelo venezolano, estaría escribiendo, una vez más, un capítulo ilegal en la crónica del poder. Y lo paradójico es que podría hacerlo por la vía correcta, con legitimidad y justicia, en lugar de con la arrogancia de quien se cree por encima de toda norma.

Maduro debe caer, pero en el marco de la justicia. Debe ser capturado y condenado de por vida; su patrimonio, devuelto y usado para que millones de venezolanos puedan regresar a la tierra que sueñan, libres de cadenas, seguros y llenos de esperanza.

La comunidad internacional debe forzar esa salida, pero con la legitimidad de la ley, no con el capricho de un emperador moderno. Porque no hay lugar, en la historia contemporánea, para un Trump que pretende ser al mismo tiempo Gengis Khan, Bonaparte o Alejandro Magno, y que encima se atreve a añorar un Premio Nobel de la Paz.

En 1945, el mundo entendió que la subsistencia de las naciones, pasaba por el respecto a los acuerdos internacionales. Trump, ese capituló nunca lo leyó.

Deja un comentario