Es esa nefasta tendencia que tenemos a encasillarlo todo, a pintar el mundo en dos colores, a simplificarlo como si en verdad fuera simple y sencillo de entender. En esa tendencia es que ahora, post 15 de octubre, post marcha, discurren todas las ilustres opiniones. Venimos reclamando —todos – que tanto Congreso como Ejecutivo tienen toda nuestra desaprobación. Venimos gritando desde las entrañas que son unos ladrones, unos mafiosos, que solo piensan en ellos; unos incompetentes, unos improvisados y, sobre todo, que nadie hace nada para detenerlos. Y entonces, un día, un grupo de gente toma la decisión de ejercer un derecho: el de protestar. El de decirle a esa clase pseudopolítica que basta, que no damos más. Que no se puede salir de casa a trabajar sin miedo a ser asesinado; que da temor mandar a los hijos a la escuela; que angustia dejar de trabajar para sobrevivir. ¿Qué derecho más capitalista que el derecho a trabajar?
Pero aun así, ese día se traza la raya. Una raya invisible que divide al que hace del que no, la raya que nos viste de etiquetas: zurdos, vagos, delincuentes; fachos, brutos y egoístas.
Los que alguna vez hemos pasado por ahí, por Abancay, arengando, reclamando, caminando codo a codo, sabemos que no es un día de fiesta, que no es un paseo por el parque. Es un día de tu vida que tomas para ejercer el derecho de decirle a quien te oprime, a quien te roba, a quien te ignora, que estás ahí, que existes, que estás harto del abuso y que eso debe parar. Salir a marchar es el ejercicio democrático por excelencia y así debe ser siempre visto y defendido.
Y así como el derecho es un derecho, el delito es un delito. Es un delito destruir la propiedad, es un delito lanzarle piedras a un policía (por más mancillado que esté ese noble uniforme), y sobre todo, también asesinar. Y cada delito tiene su propia y real dimensión.
El respeto a las instituciones y a la ley está en su peor momento. Y la justicia es lo único que nos queda. La justicia para detener y encarcelar al que golpea, apedrea y destruye, y la justicia para encarcelar al que dispara, al que mata: tanto al que roba una vida de un balazo, como al que asesina lo más profundo de la democracia.
Esa bala jamás debió salir de ese cañón. Esa pistola jamás debió salir de casa.
El trabajo más importante que tienen quienes aspiran a gobernar es recuperar el honor y el respeto por las instituciones. Extirpar el cáncer de la corrupción de la Policía, volverla nuevamente un aliado de la población, y con ello recuperar el cariño y el respeto que alguna vez tuvimos. Lo necesitamos.
Ningún miembro de las fuerzas del orden debería ser agredido y ningún ciudadano debería tener miedo de ejercer sus derechos por temor a ser asesinado.
Nos merecemos un poco más de dignidad, los que llevan uniforme y los que no.
Nos merecemos un poco más de paz.
