Caminaba con destino a la oficina cuando escuché un grito desgarrador. Levanté la mirada y vi a una mujer que gritaba y gesticulaba con dolor. Mientras me acercaba a ella vi que le sangraba la cara. Los gritos y lamentos no cesaban. De pronto, la mujer se tocó las piernas, debajo del vestido sentía que la sangre empezaba a fluir. Estaba embarazada de un bebé de cuatro meses. Trato de calmarla. Le pregunto qué sucedió. Estaba en shock, no respondía. A los pocos minutos conseguí que me hablara. Su pareja la había golpeado y roto la cara y, por el sangrado inferior, intuyo que también le había golpeado en el vientre. Minutos después, una señora y yo logramos acompañarla a la comisaria. Más tarde, fue trasladada por un patrullero al hospital cercano. Es posible que, al escribir estas líneas, el médico le haya dicho que ha perdido a su bebé. Todo esto sucede al día siguiente del #8M. A solo unas horas del día en que se conmemoró la lucha de las mujeres por un mundo en igualdad de condiciones, sin violencia de género, con libertad y seguridad para todas. Es posible que mientras todo eso sucedía frente a mis ojos, la misma desgarradora escena se haya repetido en miles de lugares.