Perú y su parlamentarismo encubierto: el verdadero poder del Congreso.


De la vacancia súper exprés ya se ha escrito y dicho hasta el cansancio; sobre el perfil de José Jerí, probablemente más. Volver a martillar sobre lo mismo es inútil, sobre todo cuando, aparentemente, la línea de opinión es relativamente uniforme. Relativamente, porque siempre hay de todo, como en botica. Lo que propongo va más allá de los nombres propios: me quiero meter en las venas de las instituciones. Boluarte debió irse hace mucho. Lo dije en 2023: lo escribí, lo grité, lo marché. Sacarla ahora no fue un acto de justicia, sino un manotazo electorero que ya ni se molestaron en disimular. Y sobre Jerí, el accesitario de Vizcarra, qué más agregar: una vergüenza internacional. Otra más en la vitrina de este simpático país del sur.

Pero el verdadero tema es otro: la destrucción de las instituciones. Se ha dicho mil veces, en mil formatos, pero sigue pareciendo lejano, abstracto, casi chino mandarín. Basta revisar los periódicos del 9 de octubre: era impensable imaginar que la expresidenta Boluarte dejara el cargo. Y, sin embargo, en menos de 24 horas, el Congreso la sacó como quien cambia una ficha rota en un tablero que ya nadie respeta.

Recuerdo que en mis clases de derecho constitucional nos explicaban que el sistema de gobierno peruano se definía como presidencialista en su versión latinoamericana. Un modelo donde, uno, el jefe de Estado es también jefe de Gobierno; dos, el presidente es elegido por voto directo; y tres, el sistema se sostiene en la separación de poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Era —al menos en teoría— un trípode institucional. Un modelo con contrapesos frente al Parlamento.

Hasta hace poco, ese sistema tenía dos botones de emergencia: la censura del gabinete, que permitía al presidente disolver el Congreso si este le negaba la confianza a dos gabinetes; y la vacancia por incapacidad moral o física, que el Parlamento podía aplicar al presidente. Hoy, de esos dos botones, solo uno sigue activo.

Durante esta legislatura se han modificado más de 50 artículos de la Constitución —una especie de asamblea constituyente sin admitirlo—, entre ellos los artículos 132 y 134. Ahora, la censura está atada de manos, casi convertida en un recuerdo académico. En cambio, la vacancia por incapacidad moral o física ha sido estirada hasta deformarse: es un gatillo sin seguro, una palanca que funciona con votos, no con fundamentos.

Este es el ejemplo perfecto de cómo el mercantilismo político ha dinamitado la institución de la Presidencia de la República y, con ella, el modelo republicano de pesos y contrapesos. Lo hemos visto en primera fila y sin sonrojo: el Congreso puede destituir a un presidente en menos de 24 horas, como quien pide un taxi por aplicación.

Y como esta, muchas otras reformas han pasado de contrabando. Reformas que suenan lejanas, crípticas, envueltas en tecnicismos: que si el Tribunal Constitucional, que si el sistema electoral, que si los organismos autónomos. Palabras que parecen siglas y no instituciones, pero que hoy están sometidas al Parlamento como rehenes encañonados por un solo tirador.

Así que ya sabes: cuando escuches a alguien hablar de institucionalidad, no pienses en teorías ni versos legales. Piensa en este ejemplo. Institución igual Presidencia de la República y como ésta ha sido convertida en casi un ejemplo donde el Congreso es el jefe y el Presidente, su empleado. Eso es, en sencillo. O casi.

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